Yo y mi casa serviremos a Jehová
TEXTO: Joseué 24:14-16
Propuesta
·
Recordarnos la importancia que debemos,
como padres, colocar al considerar la salud y el bienestar integral de nuestros
hijos, que no solo consiste en que gocen en el presente, sino ayudarles
a construir un futuro placentero y con proyección transcendente y vocación de
eternidad.
·
Descubrir como este ideal, debe
llevarnos a tomar acciones que los beneficien y una de estas acciones es que se
formen en un modelo educativo cristiano.
Introducción
La complicada situación de nuestros jóvenes
Si tomamos al menos una variable, como
la FORMACION DE FAMILIAS: Las dificultades que enfrentan en la formación de sus
propios hogares, jóvenes provenientes de familias que mantuvieron una
estructura hogareña sólida y saludable son menores que las que tienen que
enfrentar los jóvenes provenientes de hogares separados, o con aplicación de
normas rígidas de conducta (INCLUSIVE MORAL), o con algún tipo de desajuste en
su funcionamiento.
Pero:
1.
Las dificultades no solo se presentan
en la formación del hogar. · afectan la comprensión de los principios religiosos,
· a que estos perduren en el tiempo,
· que sean mantenidos por nuestros jóvenes a
pesar de la presión que reciben.
2.
Frecuentemente se culpa a la Iglesia
por la situación de ellos la iglesia no hace nada por ellos., “y muchas veces
es verdad, pero…“,
3.
Pero, ¿Qué pasó en el hogar? cuando eran niños, ¿cómo se formaron, dónde
lo hicieron?
Cuando había que imprimir en la mente
fresca, principios sólidos y sanos sobre la Justificación y la Gracia, ¿dónde
estaban?
Nuestra
educación y preparación se mueve entre la justificación por la fe y el juicio por las obras.
La formación en nuestras escuelas y
colegios, no solo debe contemplar la entrega de contenidos académicos, sino
también el desarrollo en la mente de los niños del Plan de Justificación por la
Fe y la Obediencia por Amor.
Situaciones que destruyen la imagen espiritual en la mente de los hijos
No
es solo el hecho de que no los traigamos a la iglesia o de que no aprendan
versículos, etc.
·
La carencia afectiva en familias que
mantienen una aparente estructura y vínculo social saludable.
·
La ausencia de un modelo educativo
coherente con la formación familiar.
·
El que reciban un mensaje en la casa,
distinto del que reciben en la iglesia y en la escuela.
·
La sobreprotección – la falta de
equilibrio en la distribución del cariño entre hijos diferentes, cónyuges,
familiares, amigos, trabajo.
·
El propio fracaso de los padres dibuja
una impronta distorsionada de los planes que Dios tiene para ellos.
·
La rigidez familiar que lleva a la
falta de diálogo de los problemas reales de los jóvenes entre estos y sus
padres, deja un vacío de este modelo que es buscado en una etapa de la vida del
joven con ansia y avidez fuera del vínculo familiar.
“Tengo la convicción de que muy pocos
jóvenes criados en hogares cristianos pasan por su adolescencia sin cuestionar
en cierta medida la validez de su fe. Parte de las experiencias de esa edad
consiste en desafiar lo que los adultos creen, y durante el proceso,
desarrollar un sistema de creencias propio. Esto significa que los adolescentes
de hogares cristianos pasarán por la etapa de analizar lo que han aprendido y
como resultado, decidirán aceptarlo o rechazarlo.” (Trasmitiendo la Fe a nuestros Hijos, Pág. 9).
Es
necesario construir una mente religiosa, con razones para que ellos decidan por
esta fe religiosa.
La
escuela de iglesia es un fuerte eslabón de esta cadena, que debe unirse a los
padres y a la iglesia.
Principios formativos de una fe religiosa
·
Se inicia con la convicción y la
decisión de los sacerdotes del hogar
·
Debemos vacunarlos por todos los medios
posibles contra las filosofías humanistas y ateas del mundo, contra el
relativismo y la racionalización de la religión.
·
Debemos ayudarles a ver lo que
significa vivir en el mundo sin ser de él – vivir apartados del mundo
·
Debemos procurar que los principios se
vean en su comportamiento, pero lo que es más importante, que estén en su
corazón.
·
Debemos mostrarles que nuestro amor
hacia ellos es incondicional, esto creará un terreno propicio para que germinen
las semillas durables del evangelio.
·
Debemos mantener el diálogo siempre,
más allá de nuestro enojo. Que este no se convierta en una piedra que nos
impida realizarlo.
·
Debemos tratarlos con respeto, usando
palabras constructivas, que eleven su autoestima.
·
Es un mito pensar que es la Escuela la
que debe trabajar sola en la formación del carácter o de los valores. También
es un mito pensar que es sola la familia la que debe enfrentar este desafío. Es
el suave equilibrio en el que se complementan el trabajo de la Escuela y la
Familia.
·
Debemos mostrarles que confiamos en
ellos para que nos crean cuando les decimos que Dios confía en ellos.
EGW
·
“Nuestra
obra por Cristo debe comenzar con la familia, en el hogar.
·
Muchos
han descuidado vergonzosamente el campo del hogar, y es tiempo de que se
presenten recursos y remedios divinos para corregir este mal.
·
Dios
quiere que las familias de la tierra sean un símbolo de la familia celestial.
·
Los
hogares cristianos, establecidos y dirigidos de acuerdo con el plan de Dios, se
cuentan entre sus agentes más eficaces para formar el carácter cristiano y para
adelantar su obra.”
¿Cuáles
son las prioridades en las que estamos concentrando nuestra atención como familia?
¿Cómo
alimentamos a nuestros hijos?
¿Con
qué Niños comparten ellos, cinco horas por día de su valioso tiempo?
¿Qué
tipo de docente pinta estos principios de los cuales hablamos en la mente de
ellos?
¿Qué filosofía
permea la escuela de tus hijos, que tiñe de un color determinado la arcilla
fresca de su mente?
JOSUE – Con mucha claridad, convicción y resuelta acción, le
dijo al pueblo -
“YO Y MI CASA SERVIREMOS AL SEÑOR” - ¿QUÉ HAREMOS NOSOTROS?
Pedro y Pablo
Las historias de los personajes bíblicos no han
perdido su fuerza. Todavía nos cautivan, nos motivan y nos instruyen. “Estas
biografías son de interés vital. Para nadie son de más profunda importancia que
para los jóvenes” (Elena G. de White, La
educación, 64).
Veamos cuatro aspectos de las vidas de los grandes
apóstoles Pedro y Pablo, con el propósito de capturar las lecciones que
encierran, sin dejar de notar en el trasfondo la cariñosa mano del Señor
conduciéndolos hacia el triunfo final. Nos hará bien recordar que esa misma mano
poderosa es capaz de guiarnos también a nosotros.
El llamado
Fue Andrés, su hermano, quien invitó a Pedro a conocer a
Jesús, y este no se resistió. Jesús lo vio tal como era: impulsivo pero
afectuoso, ambicioso pero simpático, confiado en sí mismo, pero también capaz
de arrepentirse sinceramente. Ese fue su encuentro con Cristo, sereno, sin
estridencias (Juan 1:40-42).
Después vendría el llamamiento a orillas del Mar de Galilea,
al amanecer luego de una noche sin pesca. Jesús entró al barco y lo trocó en
cátedra y púlpito. Vino entonces la pesca milagrosa en la hora menos propicia.
Pero para Pedro los peces ya no importaban. Ahora veía a Jesús bajo una nueva
luz e intuía su poder sobrenatural. Además se concibió a sí mismo de un modo
diferente; se vio impuro y pecador, al mismo tiempo que se agarraba fuertemente
de Jesús. Pedro aceptó el llamado del Señor y en adelante sería un pescador de
hombres (Lucas 5:1-11). A partir de entonces Pedro abandonó su oficio de
pescador para dedicarse por entero al ministerio apostólico.
Pedro era hasta entonces un pescador sin estudios, pero su
llamamiento demuestra que el Señor puede preparar y utilizar a humildes
instrumentos. En forma deliberada Jesús llamó a quienes no tuvieran tan alto
concepto de sí mismos como para aprender del Maestro.
La historia de Pablo fue diferente. En su caso el encuentro
con Cristo fue dramático. Saulo de Tarso no era un pescador de Galilea, sino un
joven rabino judío y también ciudadano romano. Había recibido la mejor
educación en Jerusalén y ocupaba una posición privilegiada con una prometedora
carrera por delante. Su celo religioso lo convirtió en un implacable
perseguidor del cristianismo. Con ese cruel propósito se dirigía a Damasco
cuando recibió una visión de Cristo, y a partir de allí, repentinamente todo
fue distinto. “A las puertas de Damasco, la visión del Crucificado cambió todo
el curso de su vida. El perseguidor se convirtió en discípulo, el maestro en
alumno” (Elena G. de White, La educación,
61). En tres días Saulo llegó a ser un cristiano bautizado y un predicador del
Evangelio (Hechos 9:1-19).
Pablo era un maestro instruido, cuyo llamamiento demuestra
que el Señor puede utilizar a gente preparada y culta. “El Salvador no
menospreciaba la educación; porque, cuando está regida por el amor de Dios y
consagrada a su servicio, la cultura intelectual es una bendición” (Elena G. de
White, El deseado de todas las gentes,
214).
Al recordar el primer acercamiento de Pedro y de Pablo a la
persona de Cristo, evocamos en nuestro propio encuentro con el Señor.
Recordamos a aquella persona extraña o conocida que nos extendió la invitación.
De alguna manera escuchamos de Cristo, estudiamos su Palabra y recibimos su
llamado. Pudo haber ocurrido en un momento de quietud y reflexión, o de crisis
y preocupación, pero una voz que no pudimos desoír nos invitó a acercarnos a
Dios. Es posible que lo tengamos siempre presente o que ni lo recordamos con
exactitud, pero la apelación del cielo nos alcanzó.
Volvemos al mismo tiempo a ser conscientes de que el Señor
usa a quienes responden positivamente, más allá de su cultura, sus talentos o
su preparación intelectual. Lo que importa no es lo que tenemos sino lo que
estamos dispuestos a entregar; no es lo que hemos recibido sino lo que estamos
dispuestos a dar; no es lo que creemos que podemos hacer sino lo que permitimos
que haga por nosotros y a través de nosotros.
La conversión
Aprender a desconfiar de sí mismo y a depender sólo de Cristo
fue un largo proceso para Pedro. Hacia el fin del ministerio de Jesús, Pedro se
sentía muy seguro de la decisión que había tomado (Marcos 14:29-31). Era
sincero, pero se había apoyado en el lugar equivocado. Durmió en el Getsemaní
cuando debió estar orando, para luego escapar cuando debió estar presente.
Durante el juicio siguió a Jesús de lejos cuando debió
seguirlo de cerca. Se avergonzó y negó al Maestro después de haber prometido
morir por él. Optó por la indiferencia y el anonimato en el momento cuando se
necesitaban testigos valientes. Fue cobarde ante el ridículo, pero cuando su
mirada se encontró con la de Cristo se dio cuenta de su verdadera situación.
Corrió otra vez al huerto, pero esta vez para orar y derramar lágrimas de
sincero arrepentimiento. El Señor le dio luego oportunidad de cambiar su remordimiento
y vergüenza en seguridad y valentía. Como lo había negado tres veces, lo
confesó otras tantas veces con humildad dando evidencias de una auténtica
conversión.
Sin embargo, una profunda conciencia de pecado caracterizó
toda la vida de Pedro. “Pedro se había arrepentido sinceramente de su pecado, y
Cristo le había perdonado... Pero Pedro no podía perdonarse a sí mismo” (Elena
G. de White, Los hechos de los apóstoles,
429). Es que los grandes hombres de Dios nunca dejaron de sentir que eran
simples seres humanos pecadores. Su cercanía del Señor hacía resaltar sus
propios defectos.
Para Pablo la conversión fue una experiencia repentina. Camino
a Damasco comprendió su error y se entregó a Cristo. Su decisión habría de ser
permanente. El encuentro con Jesús, la conversión
y el llamado al ministerio ocurrieron en forma casi simultánea. Desde entonces
nunca miró hacia atrás ni negó al Maestro. Con todo, al igual que Pedro, el
gran apóstol Pablo se consideraba un gran pecador (1 Tim. 1:15; 1 Cor. 15:9).
Es evidente que no todos experimentan la conversión de la
misma manera. A muchos les toma tiempo entregarse a Cristo por completo,
mientras que otros dan una respuesta inmediata. Muchos ni recuerdan cuando se
convirtieron. “Tal vez alguno no podrá decir el tiempo o el lugar exacto, ni
rastrear toda la cadena de circunstancias del proceso de su conversión; pero
esto no prueba que no se haya convertido” (Elena G. de White, El camino a Cristo, 56).
Sin dudas la conversión cambia la vida, pero no nos hace perfectos
e impecables. “Cuanto más cerca estés de Jesús, más imperfecto te reconocerás,
porque tu visión será más clara, y tus imperfecciones se verán en abierto y
claro contraste con su perfecta naturaleza” (Elena G. de White, El camino a Cristo, 64). Es evidente que
la santificación implica victorias sobre el pecado, pero no hace que nos sintamos santos ni merecedores de la salvación. Ella
siempre será un don de la gracia divina.
El ministerio
El incidente de aquella memorable noche sobre el lago enseñó a
Pedro la importancia de mirar a Jesús y no a los hombres ni a las
circunstancias. Comprendió que el orgullo nos aparta de Cristo y conduce a
pérdidas infinitas (Mateo 14:22-33).
Pablo aprendió muy pronto que el éxito de su ministerio
dependía de hacer de Cristo el centro de su obra. Le fue claro que su carta de
presentación no sería su retórica ni su brillo intelectual (1 Cor. 2:1-5).
Pedro fue enviado a los judíos y entre ellos estuvo centrado
su ministerio. Cristo le había entregado las “llaves del reino de los cielos”
(Mateo 16:19). Elena G. de White dice que las llaves “son las palabras de
Cristo. Todas las palabras de la Santa Escritura son suyas y están incluidas en
esa frase. Esas palabras tienen poder para abrir y cerrar el cielo” (Elena G.
de White, El deseado de todas las gentes, 382). Estas llaves que luego
emplearon todos los cristianos fue utilizada por Pedro en el nacimiento de la iglesia para
evangelizar a los judíos en Pentecostés y a los gentiles en casa de Cornelio.
Pero Pedro fue específicamente el predicador de los judíos. Por su parte Pablo
fue enviado a los gentiles y entre ellos habría de transcurrir gran parte de su
vida. A ellos les llevó el cristianismo y entre ellos estableció iglesias.
Para ser sinceros ¿qué fueron Pedro y Pablo? ¿Hermanos o
rivales? Cuando recién se iniciaba en el ministerio, Pablo quiso conocer a
Pedro y se acercó a Jerusalén. Allí se encontraron por primera vez. Volvieron a
verse en el concilio de Jerusalén por el año 49. Pedro apoyó a Pablo en su
ministerio entre los gentiles. Pero no siempre estuvieron de acuerdo. En una
ocasión Pablo se vio en la necesidad de reprender públicamente a Pedro (Gal.
2:13,14). “Aun los mejores hombres,
abandonados
a sí mismos, se equivocan” (Elena G. de White, Los hechos de los apóstoles, 161). Pero los hombres convertidos
admiten sus yerros y se corrigen con la ayuda de Dios. Nos inspira pensar que
el reprendido Pedro llama a Pablo el “amado hermano” (2 Pedro 3:15). Es que
quienes viven para servir a Cristo no pueden ser rencorosos ni vengativos.
Pablo y Pedro eran diferentes, pero instrumentos ambos en la obra de Dios. La
rivalidad no tenía sentido (1 Cor. 1:12,13; 3:21-23).
El Señor también nos ha entregado un ministerio. ¿Es también
Cristo el centro de nuestra vida? ¿Es nuestro mayor anhelo servirle no importa
el lugar al cual el cielo nos haya destinado? ¿Estamos dispuestos a cooperar
con nuestros hermanos, a aprender de ellos y a aceptar sus consejos y
correcciones? ¿Hemos aprendido ya a olvidarnos de nosotros mismos y a sentir
que sólo somos instrumentos en las manos de Dios?
La muerte
Pedro y Pablo sufrieron y murieron por Cristo. En una ocasión
Pedro fue rescatado milagrosamente de la cárcel. Pablo estuvo preso muchas
veces. Finalmente, bajo el reinado de Nerón, por el año 67, Pedro murió
crucificado y Pablo fue decapitado. Acerca del emperador escribió Tertuliano en
su Apología contra los gentiles: “No
tiene la religión cristiana mayor abono que haberla Nerón perseguido: el que le
conoció, ya sabe que hombre tan malo no pudo perseguir sino una cosa por
extremo buena”.
“La providencia de Dios permitió que Pedro acabase su
ministerio en Roma, donde el emperador Nerón le mandó prender en los días en
que fue preso Pablo. Así los dos veteranos apóstoles, durante tantos años
separados, iban a dar su postrer testimonio por Cristo en la metrópoli del
mundo, y derramar su sangre como semilla de una copiosa cosecha de santos y
mártires” (Elena G. de White, Los hechos
de los apóstoles, 428).
Cuando recibió la sentencia de muerte, Pedro pidió ser
crucificado cabeza abajo. “Pensó que era un honor demasiado grande sufrir de la
misma manera en que su Maestro había sufrido” (Elena G. de White, El deseado de todas las gentes, 754). Al
llegar el momento de su martirio, Pablo tenía sus pensamientos puestos en el
día del regreso de Cristo. “Sus pensamientos y esperanzas estaban concentrados
en la segura venida de su Señor. Y al caer la espada del verdugo, y agolparse
sobre el mártir las sombras de la muerte, se lanzó hacia adelante su último
pensamiento -como lo hará el primero que de él brote en el momento del gran
despertar- al encuentro del Autor de la vida que le dará la bienvenida al gozo
de los bienaventurados” (Elena G. de White, Los
hechos de los apóstoles, 409).
Pedro fue llevado donde no quería (Juan 21:18,19); Pablo fue
llevado donde siempre quiso ir en otras circunstancias (Romanos 1:8-15). Hay
quienes afirman que Pedro está sepultado bajo la basílica que lleva su nombre
en el Vaticano. También se ha dicho que Pablo fue sepultado en la Vía Ostia. Lo
cierto es que estarán en el reino de Dios. Nos agradará conocerlos, y para
hallarlos en el cielo creo que lo mejor será buscarlos muy cerca de Jesús.
Preferiríamos ver regresar a Cristo en vida, pero sabemos que
ser cristianos significa estar dispuestos a vivir, a sufrir y a morir por
Cristo. ¿Nos estamos preparando para cruzar el “valle de sombra de muerte” con
la seguridad del deber cumplido y con la esperanza puesta en la gloria
venidera?
El Nuevo Testamento dedica muchas páginas a registrar las
historias de Pedro y Pablo. Después de haber pensado en algunos aspectos de sus
vidas, conviene tomar un momento para la reflexión. ¿En la hora de la tormenta
o de la calma, hemos sentido el llamado de Cristo? ¿Cuál ha sido nuestra
respuesta? ¿Recordamos que el reino de Dios será sólo para los que hayan nacido
de nuevo? Sea en un momento o en un proceso, ¿hemos entregado nuestra vida al
Señor? ¿Cuál es el sentido de nuestra vida? ¿Comprendemos que todo creyente
convertido es un ministro de Cristo llamado a servirlo con abnegación y amor?
¿Hemos decidido vivir y morir por Cristo con la fe puesta en la esperanza de la
vida eterna? Las historias de Pedro y de Pablo pueden ayudarnos a contestar
correctamente estas preguntas.
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